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Mundos íntimos. Cuidé a mi vecino de 8: su mamá era adicta. Lo sentí mi amigo, aprendí de él y me dolió cuando se lo llevaron.

Todos los martes de noviembre de 2018 me acosté, sin excepciones, a las 11 de la noche. Al otro día me levantaba a las 6 am para ir a trabajar. Todos los martes dormí muy bien gracias a mis dos pastillas de melatonina que tomaba sin falta. Pero uno de esos cuatro martes, no recuerdo cual, a la madrugada, escuché un grito muy fuerte. Era una chica y venía del patio de abajo. Ninguna chica solía estar a esa hora ahí, sin embargo, ese martes sí. Tardé en reaccionar, yo quería dormir bien para no estar mal al día siguiente. El grito mutó en llanto, un llanto como de alguien que se tapa la cara.


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Mi pareja de ese momento bajó a ver qué pasaba. Escuché el sonido de sus pasos en la escalera de cemento, desde más lejos aún me llegó una conversación breve:

Dudas. Surgen al ayudar a niños con familias disruptivas. Acá un cuadro de Murillo (s. XVII)Dudas. Surgen al ayudar a niños con familias disruptivas. Acá un cuadro de Murillo (s. XVII)

– Se murió mi papá -contestó la voz, que ahora distingo como la de A. la hija de mi vecino.

Mi vecino era un abuelo con quien cruzaba dos palabras casi todos los días y no sabía siquiera su nombre. Yo vivía en un complejo de departamentos similar a la vecindad del Chavo: de Don Ramón estaba Ari, una vecina venezolana; de Doña Florinda, El gordo, un tipo violento y gritón; en lo de la Bruja del 71 había una escalera; y yo, en una planta alta, arriba de Don Ramón. Mi vecino, el abuelo, en un departamento al lado del mío, también, en planta alta. En lugar del barril, un jazmín.

Esa noche, la noche de la muerte de mi vecino, o quizás la noche en que encontraron muerto a mi vecino, vinieron a dormir a mi casa su nieto J. y su gato, Moncho. A. se quedó sola en el departamento esperando a que llegara el médico que certificara la defunción.

Pasaron los días y el departamento del difunto seguía con movimiento. Veía a A. bajar por las escaleras y a J. que pateaba la pelota por la tarde. Algunas noches, un grupo de personas se juntaban a escuchar música. Pasaron dos meses y A. y J. no se iban, de la inmobiliaria me comentaron que estaban ocupándolo y que debían los alquileres y las facturas de luz y gas. También me dijeron que les cortarían todos los servicios.

Una tarde de enero me golpearon la puerta, yo estaba con mi mamá que había venido de visita. Era J. Estaba preocupado, quería ver a su mamá. Lo primero que le preguntamos fue cuántas horas hacía que no venía y nos dijo, muy tímidamente: desde la noche anterior. Imaginamos que tendría mucha hambre y le preparé un sándwich de milanesa. A. volvió a las nueve de la noche y J. salió corriendo a abrazarla. Se fue sin saludar.

A. empezó a desaparecer cada vez más. Una vez la encontré en el patio, cerca del jazmín y le pregunté qué le pasaba. Me contó con la cabeza gacha y la mirada perdida que consumía cocaína y que estaba muy angustiada por la muerte de su padre. Le pedí su teléfono por alguna urgencia y me lo dio. Ahora tenía el número de una persona que no me contestaría cuando su hijo estuviera mal, también tenía el número de una amiga de A. que sí me contestaba cuando necesitaba ayuda. Muchas veces se llevó a J. a su casa para cuidarlo cuando yo no podía.

Así transcurrió todo el 2019, con fugas de A. semanales en las que J. venía a parar a casa. La situación ya no me preocupaba, lo había aceptado y él era una muy buena compañía. Mirábamos mucho Youtube: Luisito Comunica, Fernanfloo, 50 cosas que no sabías, The odd 1 sout, Si te ríes pierdes y otras cosas que J. proponía. Era de esas personas tan inteligentes que te deslumbraban, podía preguntarte acerca de la Segunda Guerra Mundial o qué era un istmo. Una psicóloga me sugirió que no le festejara su inteligencia y madurez, me explicó que era producto de la ausencia de su madre y su aptitud para poder sobrevivir solo.

Los períodos en que A. no aparecía cada vez eran más largos, J. dormía en mi casa y comía todos los días conmigo. Yo empecé a sentir que no podía con la situación así que decidí pedir ayuda. La amiga de A. ya me había dicho que ella no sería más parte de esto.

Recuerdo que un martes de junio fui a la SENAF (Secretaría de Niñez Adolescencia y Familia) a las 8 de la mañana. Mi idea era pedir ayuda sin denunciar la situación a la policía, no quería que se tratara a A. como una delincuente ni que se aplicaran medidas violentas contra ella y su hijo. La institución no me tomó el caso, tan solo me dijo que llamara al 102, número al que había llamado en varias ocasiones y que nunca había dado respuesta.

Salí de ahí y me fui al Polo Integral de la Mujer. Después de esperar unas cuatro horas acá sí me tomaron el caso. Me recibieron dos chicas y hablamos durante dos horas. Yo estaba un poco enojado, les decía que SENAF nunca me había dado bolilla y que el caso era grave, que había un menor involucrado y una madre perdida en las drogas. Después de anotar toda la historia me dijeron: tenés que hacer la denuncia en la policía.

A las 18 horas salí de la Unidad Penitenciaria de mi barrio con la denuncia hecha. Mis sueños antipunitivistas se habían esfumado y lo único que quedaba era esperar la decisión de las instituciones que había visitado.

Por suerte, la respuesta fue muy buena. El personal de asistencia social de la Municipalidad de Córdoba se contactó conmigo y con A. Ella recibió asistencia psicológica y alimentaria. La situación mejoró, A. empezó a quedarse más en su casa. Consiguieron tener luz gracias a una instalación clandestina y una garrafa social que les permitió cocinar.

Esa época también fue difícil para mí. Me había separado de mi pareja y atravesaba una gran angustia. Había bajado una app de citas y conocía gente random todos los meses, una de esas personas era María, una abogada que trabajaba, casualmente, en el Polo Integral de la Mujer y que me ofreció su ayuda si la cosa se desmadraba de nuevo.

Y la cosa se desmadró. A. estaba embarazada, cosa que no sabía, creo, ni ella. Se vino la pandemia y tuvo a su hijo D. Vivimos una etapa pandémica en comunidad, eran las únicas personas que veía (además de alguna que otra cita clandestina de Tinder). Ellos traían comida a casa y muchos postres. Los postres eran lo mejor.

La pandemia pasó y la etapa buena de A. también. Empezó a perderse de nuevo, al comienzo de a poco, como la otra vez, y luego sus ausencias fueron más prolongadas. No me preocupé, la verdad, ya estaba canchero, preparaba las hamburguesas que a J. le gustaban y las dejaba en la heladera para cuando viniera, lo invitaba a comer todas las noches, íbamos al cine, lo llevaba a casa de mis amigos para ver boxeo los sábados y compartíamos charlas interminables.

Sin embargo, había un pequeño detalle: D. estaba todo el tiempo en su departamento encerrado, recibía la comida que yo le preparaba y J. le llevaba. Algunas veces abría la puerta (no sé cómo hacía) y salía al patio gateando. Varias veces lo vi solo balbuceando a mis gatos o a alguna paloma, yo lo alzaba y lo entraba a su casa. J. siempre estaba durmiendo. Debo haber entrado unas tres veces a su departamento, las cucarachas caminaban por las paredes y los paquetes de fideos estaban todos abiertos y tirados por el piso.

Hablé con A. y volví a ver su mirada perdida, sentí que la cosa no cambiaría y decidí hacer la denuncia. Yo me estaba yendo a Mendoza a un casamiento y le escribí a María, la chica de la app de citas, le pedí algún contacto interno del Polo Integral de la Mujer y me pasó un 0800 que -me remarcó- funcionaba MUY BIEN. Funcionaba muy bien significaba: si hacés la denuncia van a allanar tu casa y se van a llevar a los pibes a un orfanato. Me tembló hasta la bolita del ojo.

Ese fin de semana la pasé genial, en plan de amigos, bebiendo buen vino en unas cabañas con vista directa a la cordillera. El casamiento era en una finca y bailamos toda la noche de una manera sacada. Tan bueno fue el casamiento que terminó a las piñas, creo que no es bueno un casamiento si no termina a las piñas. Como los casamientos rusos, si no me creen busquen en YouTube. Con J. mirábamos muchos casamientos rusos.

La semana siguiente volví a casa, fui a trabajar al colegio, retomé la rutina de todas las mañanas de mi vida. Pero esa semana no fue igual. Una tarde, creo que un jueves, llegué al complejo, a mi vecindad del Chavo, y encontré la puerta de enfrente reventada, el piso lleno de vidrios, el metal hundido por un golpe.

Ari, mi vecina venezolana, me dijo que se habían llevado a los niños, que ella no estaba en la casa, que no podía creer lo que pasó. Unos vecinos de enfrente me contaron que fue un operativo con mucho circo, que gritaron, que golpearon para que les abrieran, rompieron la puerta como en las películas o en Okupas. Pensé en J., mi amigo, qué habrá sentido en ese momento. Me dijeron que los bajaron del departamento, un médico los revisó y él nunca sacó su mirada de la pared, no quería ver cómo la policía hablaba con su madre. Se los llevaron a todos.

Esa misma tarde, la inmobiliaria ya había arreglado la puerta.

A. volvió sola a la noche al complejo a preguntarnos si la dejábamos dormir en el departamento. Le pedimos que se fuera. Cuando le pregunté por J. se hizo la que no sabía nada. Nunca más la vi, la bloqueé de mi teléfono.

Pasaron dos años, publiqué mi último libro de cuentos en la editorial Elemento Disruptivo, que se llamó “Nenes raros”. Está dedicado a J., Micho y Moncho -mis dos gatos-, bah, Moncho, el gato mío y de J. Se los dediqué a ellos porque fueron quienes estuvieron a mi lado mientras lo escribía. A la presentación del libro asistieron Dani, un amigo de la facu y su nueva novia, Cecilia. Cecilia llevó a Andrés, un amigo suyo. Durante la presentación, Andrés vio un gato acostado sobre el stand, encima de los libros. Le sacó una foto y se la envió a la novia. Cuando su novia amplió la foto para ver el nombre del autor del libro, leyó mi nombre. La novia de Andrés es la chica con la que nos pasábamos a J. al comienzo de esta historia.

Intercambiamos los teléfonos con Andrés y prometió conseguirme información de su paradero. Las últimas noticias que tuve de J. fueron dos: a) está en un orfanato en Laboulaye con D., b) se estaba por ir a Australia porque había ganado algo así como unas olimpíadas de Ciencia.

Mucho tiempo después de la partida de J., seguí escuchando la puerta de su casa golpearse por el viento, era como un eco del sonido que hacía él cuando abría la puerta de mi casa, asomaba su cabeza y venía a visitarme.

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Nicolás Ghigonetto. Escritor, profesor y amante del boxeo. Vive entre libros y gatos en un monoambiente de Córdoba Capital. Es Licenciado en Lengua y Literatura (UNRC). Publicó los libros ”Los días del desastre” (Cartografías, 2016) y “Dos cachorros de sicario” (Kintsugi, 2020). Fue seleccionado en dos ocasiones para la Bienal de Arte Joven del Centro Cultural Recoleta (2017 y 2021). El proyecto Nenes raros fue finalista del Premio Estímulo a la Escritura 2022 (Fundación Bunge y Born, Fundación Proa y LA NACIÓN) y Elemento Disruptivo lo publicó en 2023. Siempre que va al casino apuesta al 4, 8, 13, 17 y 31.

Fuente: Clarín

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